Mientras tanto, en Francia, nada. Rien. Dejando aparte ciertas críticas aparecidas en los medios protestatarios y de crítica al gobierno en general y a Sarkozy en particular, los franceses parecen aquiescer en su silencio, y ya se sabe que el que calla, otorga.
Paradoxalmente (o quizás precisamente por ello), Francia, un país de tradición inmigrante, es también un país racista. Tras años y años de políticas de acogida pero no integración, de respeto de las tradiciones de origen pero no aprendizaje de las costumbres locales, el gobierno se sorprende de la falta de integración de los inmigrantes y decide que la mejor solución es deshacerse de toda esa gente molesta y devolverles a sus países. Y el pueblo calla y asiente.
La semana pasada mi profesor de español intentó hablar del tema en clase y les preguntó su punto de vista. Silencio, miradas al suelo o a una esquina del techo. Interrogados uno a uno, mis compañeros intentaron evadir el tema, acabando por decir que bueno, en realidad no se expulsaba a los gitanos, sino que se deportaba a inmigrantes en situación irregular. Palabra por palabra los argumentos de Sarkozy.
La Comisión Europea ha decidido detener el proceso de infracción contra el gobierno francés. Búlgaros y rumanos salen a la calle en protesta, pero nadie les escucha. Una nueva ley de extranjería que amplía los criterios para deportar a los inmigrantes está siendo examinada en este momento por la Asamblea Nacional.